20 julio 2009


Entre las recurrencias más reiteradas, viejas, cansadoras y al pedo con que uno vuelve una y otra vez, cada tanto, a tropezarse, está el consabido ademán juvenil que viene a anunciar “detrás de mí el vacío”, “acá empieza todo”, “las palabras que había hasta el momento perdieron valor y nada más sirven para exhibirlas en vitrina como billetes de antigua denominación”, “hagan el favor de salir del camino, abran paso a lo que viene: lo que nos precedió ya no tiene nada que decirnos, habla una lengua más muerta que el sánscrito”. Como la memoria es cada vez más corta –o el olvido o la ignorancia más factibles– no cuesta mucho llamar por un rato la atención jugando ese jueguito como si nunca se hubiera jugado y hasta sorprender, y/o al jugarlo sentir que a uno le pasó algo importante y está de verdad protagonizando un cambio (y disfrutarlo, claro, feliz y satisfecho consigo mismo), para que después de un tiempo, no mucho, los hechos muestren que todo sigue más o menos igual, como pasó cada vez que alguien pregonó alguno de esos cortes rotundos y sin retorno, mientras las verdaderas fuerzas del cambio trabajan oscuramente por abajo, sin necesidad de manifiestos ni declaraciones.