No es solamente la creencia en la propia superioridad (como raza, como
religión, como clase, como nación, como corporación, como ideología) la que
lleva a asesinar, real o imaginariamente: más pesa la oscura sospecha de que nunca uno alcanza a ser superior, siempre algo le falta. La disconformidad
que envenena la sangre al sentirse uno incapaz de satisfacer esa demanda, “si
no estás entre los superiores, no sos nada”.