09 agosto 2008


El mal existe. No me gusta esa palabra, preferiría no usarla, pero no encuentro otra que encaje mejor con “eso” que no sólo efectivamente existe sino que, además de importante, es insoslayable: ahí está. Algo, una fuerza, digamos, una potencia, un germen que se asienta en las almas y las domina, las orienta, las empuja en cierta dirección y les hace sentir que eso que les sugiere al oido las convertirá en entidades superiores, por encima de la vulnerable condición humana. Los adolescentes que en Resistencia salen en 4 x 4 a “cazar pobres” para cagarlos a cinturonazos, filmar la hazaña y subirla a la web, las patotas de la Juventud Cruceña moliendo a patadas a los indios por ser indios, o humillándolos al obligarlos a desvestirse ante una multitud excitada por el espectáculo, igual que los chicos de la Liga Patriótica que acá, durante la Semana Trágica, se divertían matando o torturando a anarquistas y judíos, o la cacerolera de Santa Fe y Coronel Díaz vociferando que “a esa montonera hay que matarla”, o el promisorio heredero de la aristocracia alemana que, al ingresar a la juventud nazi, en La caída de los dioses, anunciaba haber ganado el derecho a hacer lo que quiere, como quiere y sin que nadie le pueda poner límites.
Los odio, no hace falta aclararlo, los odio más de lo que podría odiar a cualquier otra clase de personas. Mejor dicho: más que a ellos mismos, odio la facilidad con que se dejan atrapar por eso que sólo puedo llamar “el mal” y con que ceden ante el mal cualquier posibilidad de hacer uso de algunas facultades que su propia condición humana les dio. No hay placer más alto e irreemplazable ni experiencia más completa que destruir, humillar o producir sufrimiento a quien es diferente (en lo que sea: raza, clase social, tribu urbana o nivel económico). No sólo eso es lo que propone el mal: lo ofrece servido, al alcance de la mano. Realmente nos lo ofrece y lo que ofrece no es de ninguna manera poca cosa: la posibilidad de ser Dios. Por un rato inolvidable e inmortal, ser Dios: poder aniquilar a los otros no sólo sin culpa sino con orgullo y satisfacción por haber alcanzado ese lugar divino, a cargo de las vidas y las muertes, sentirnos voluptuosamente capaces de hacer lo que nos venga en gana con el disponible cuerpo ajeno, satisfacer la necesidad de mostrarnos a nosotros mismos que podemos violar más de una ley sagrada sin castigo ni culpa y de manejar a nuestro arbitrio ciertas carnes y ciertas almas, poder gozar la sensación de estar exentos de las interdicciones al crimen que fundan la cultura (Freud). Es un lugar tentador y fascinante, por absoluto y pleno, en cierto modo envidiable; y, como en todos los casos, acceder a esos lugares tiene un precio: qué abandonar, qué dejar de lado. Porque siempre se renuncia a algo, y uno, dotado al fin y al cabo, según se dice, de libre albedrío, decide siempre a qué renuncia para acceder a qué, hasta donde se lo permita su capacidad intelectual, los condicionamientos del ambiente en que se mueve y/o los valores que le inculcaron o con los que se identifica. Estar por encima, sín límites, haciendo lo que a los demás les está vedado, situarse más allá: no acceder a sentirse salvajemente dioses, cuando esa posibilidad se presenta, puede equivaler casi a dejarse morir, a convertirse en una pura nada. ¿Será por eso que lo hacen, de tan acosados que se sienten por la evidencia de ser pura nada? Tiendo a pensarlo, pero mejor no simplificar: por el motivo que sea, lo hacen, y nada me resultaría más placentero que reventarles la cabeza, hacerles probar su propia medicina, que pidan perdón lamiendo el suelo y comiendo mierda un minuto antes de recibir el escopetazo que esparza infinidad de partículas de sus podridos cerebros por las paredes y el piso. Es otro de los efectos del mal: nos contamina, es contagioso y ahí es donde tienen que entrar los sistemas de resguardo y decir “no, pará: acá lo que corresponde es justicia”. Y no porque ellos, la soberbia lacra, no se merezcan esas maldades y otras que uno imagina, sino porque engancharse en la embriaguez en que nos sume esa fantasía justiciera nos limita y empobrece tanto como quedan empobrecidos ellos y, sobre todo, porque entre la fantasía que promete los goces más plenos y el acto que la realiza hay una instancia a la que no voy a renunciar, porque ahí se juega la vida que quiero. Quiero decir: no se trata, al fin y al cabo, de darme el gusto. Nunca se trató de eso.