09 agosto 2011
La incompletud es el santo y seña del modernismo. Desaparecieron las construcciones sistemáticas de la epistemología y el historicismo decimonónicos, el omnium gatherum que fue proyectado humorísticamente por Coleridge y adquirió forma gigantesca con Hegel, con Auguste Comte. Adorno sostiene que la "totalidad es la mentira". Una poética de lo fragmentario, de "fragmentos anclados contra nuestra ruina", habita la literatura moderna. Esto no imposibilita la envergadura. Al contrario. El final abierto, lo no terminado en Proust, o en los Cantos de Pound, en Moisés y Aaron de Schoenberg, la forma aperta en Musil, generan sus propios modos de inmensidad inconclusa. En el modernismo, la forma no es acto perfeccionado, sino proceso y revisión incesantes. El tema habilitante es, después de Mallarmé, el de la naturaleza problemática, la ilegitimidad, por así decirlo, de llegar a ser solamente. La incompletud, el exceso de borradores, de bocetos, de notas, de correcciones rodean; ironizan y subvierten el texto a través de la sugestión y la insinuación constante de resoluciones alternativas, de "lo que pudo ser" –nuevamente, una categoría que convierte a Coleridge en premodernista–. Mucho antes de Valéry, la intuición aceptaba que toda obra escrita, ni hablar publicada, significaba la muerte de su intención, de la visión conceptual que la había originado. (George Steiner)