02 enero 2007


No sirve de nada cuestionar las listas de libros o autores más leídos o valorados (por el público, por sus colegas, por la crítica, por Mongo Sorongo). Las listas son eso, listas: fuentes de datos a tener en cuenta, para las conversaciones que a uno le gusta mantener en la sobremesa o en la playa, para algún estudio sociocultural, para considerar los vínculos entre la escritura y el mercado o entre la escritura y la situación sociopolítica o para lo que a la dama y el caballero se le ocurra. Nada dicen, ni podrían, acerca de por qué a uno le importaría el encuentro con esos libros o autores, en qué le importaría, qué tipo de experiencia le estaría ofreciendo a uno su lectura. A quien quiere saber qué es lo que hay que escribir (o cómo) para conseguir ser nombrado, o al que profesionalmente o socialmente necesita que se lo considere una persona informada, las listas pueden resultarle útiles. Que les aproveche. Lo que, en cambio, uno llama literatura –como escritura y como experiencia de lectura– pasa por otro lado, y da igual que figure o que no figure en las listas: puede, si quiere, reciclar o asimilar lo que reluce en las marquesinas, pero lo que la distingue es el espacio que abre a un tipo distinto de atención, a la irrupción de lo que no se espera, a la extrañeza, el silencio, el plus que a uno lo aparta de lo previsto y lo banal, y, por supuesto, de sí mismo.