05 junio 2007


Hace rato que la literatura argentina no se ocupa nada más que de sus riñas intestinas, su crisis se ha trivializado y tiende más bien a encerrarla sobre sí misma; no expande ninguna frontera. Pero creo que también hay una evidente devaluación intelectual del escritor argentino que vino de la mano de esa reducción confusa que fue llevando a la costumbre de llamar “literatura” a lo que sucede en un minúsculo ghetto de fabricantes de libros, noteros, críticos y académicos confabulados para sobrevivir. Hubo una época donde escritor era sinónimo –justa o injustamente– de intelectual; gozaba de una prerrogativa de horizonte ampliado; el oficio de narrador, cuentista o ensayista hacía suponer una alta categoría imaginativa y reflexiva que encendía el interés por hallar su proyección escrutadora sobre los problemas de la sociedad. Hoy es sinónimo a lo sumo de cualquier cosa menos eso, ¿por qué habría de ser interesante la opinión sobre el país de un notero que fabrica novelas históricas por encargo, por ejemplo? (Julio Zoppi)