09 noviembre 2008


Estábamos en medio de la primavera democrática, con sus florcitas y pajaritos, debe hacer como quince años o más, y le pregunté a Mangieri si esa tremenda actividad que llevaba a cabo editando libros, organizando presentaciones, vinculando gente entre sí, no era una vía para canalizar una frustración: “sos un político frustrado”, creo que le dije, pensando en cómo la dictadura había echado por tierra tantos esfuerzos suyos y de gente como él. Me miró con esa sonrisa cachadora que le conocemos, entre comprensiva y resignada, y contestó: “nosotros no queríamos ser políticos, queríamos hacer la revolución”. Conocedor concreto de la calle real y del humor real de la gente como siempre fue, Mangieri no está entre los que creen que pueda pensarse una revolución comme il faut para este tiempo ni para tiempos más o menos a la vista, y quién sabe si alguna vez, pero entiendo bien la luz que se le prende en los ojos cuando pronuncia esas cuatro sílabas, “revolución”, como diciendo “a pesar de todo, no me rindo: la realidad es la realidad, pero no me van a quitar las ganas”.
“Utopía”, esa palabra que tan impunemente ha venido burocratizando la izquierda realmente existente, es tal vez la que mejor viene al caso, si por utopía entendemos un nudo en la garganta, un aleteo detrás de las pupilas, un saber sin remedio que nada en la realidad que vivimos está completo porque algo falta, y que eso que falta es fundamental, y tanto que uno no puede darse el lujo de ignorarlo, o no lo acepta, porque aceptarlo es acomodarse a una automutilación. Por más que amemos como Mangieri ama esta realidad –y la realidad que Mangieri ama es muy reconocible: las calles de algunos barrios y del centro de Buenos Aires, Corrientes entre Callao y el Obelisco, los amigos, los libros, el asado, el café con medialunas y, muy especialmente, conversar; de política o de literatura o del ambiente literario, pero conversar, como un deporte que se juega con gusto, sin excluir el chimento–, se la ama también por lo que la realidad no es y podría ser, debiera ser. “Yo no soy sin el otro”, es un modo de sugerir lo que Mangieri anda atisbando, y en ese sentido, de algún modo, hace efectivamente la revolución, la va haciendo casi en cada acto, en tanto actúa en sentido contrario al del orden que emputece el mundo: al ir cargando de temblor humano las ocasiones, al estar tan dispuesto a la comprensión como al juicio implacable, al vivir en continuo intercambio y estableciendo conexiones entre todo lo que encuentra, al poner ante todo y por encima de todo el placer de compartir. (escrito para el libro Es rigurosamente cierto, 2005)