11 octubre 2009


Para él, como para muchos de nosotros, el kirchnerismo implicó una anomalía, aquello loco e inesperado que venía, junto con otros procesos abiertos en Sudamérica, a quebrar la inercia de la repetición neoliberal, a romper la monotonía insoportable de la larga siesta del fin de la historia proclamada a los cuatro vientos por la retórica de la dominación. Sus ensayos sobre el populismo, su intento de volver a abrir la caja de Pandora de una tradición bombardeada por las nuevas formas del virtuosismo republicano vinieron a expresar su convicción, forjada entre lecturas eruditas de matriz benjaminiana y de experiencias políticas efectivamente vividas en otras épocas argentinas, de que la querella en torno del populismo, de sus herencias y legados sería una de las grandes batallas cultural-políticas del presente. Remoción de los escombros de una tradición que parecía regresar bajo nuevas e inéditas condiciones, apertura de un debate con aquellos que vulgarizaban de un modo insoportable lo que en los años sesenta y setenta había constituido una verdadera pasión argumentativa. Nicolás, como siempre aunque con las cicatrices de otras batallas, se movió contracorriente, dirigiendo sus dardos más críticos e irónicos contra un neoprogresismo fascinado con la retórica de un republicanismo seudovirtuoso y profundamente olvidado de los olvidados de la tierra; de un progresismo vaciado y fascinado por la llegada al puerto del libre mercado y de la democracia liberal. El vio en lo inaugurado en mayo de 2003 la posibilidad de la reintroducción desordenada y plebeya de la política y del conflicto en una escena devastada por la neobarbarie massmediática y el cualunquismo de los “filósofos de época” portadores del virtuosismo propio de los republicanos de Barrio Norte. (Ricardo Forster, sobre Nicolás Casullo)