No vivimos hoy momentos de entusiasmo cívico, colectivo o político. Si el entusiasmo es la forma laica de un deseo trascendente, no estamos en una época propicia a estos afanes. Por el contrario, nos hallamos inmersos en sociedades que creen ser hedónicas y son apenas espasmos de avaricias reivindicantes. La incredulidad generalizada es un subproducto de la democracia mediática, del predominio de pequeñas maniobras, de la irritación táctica y de tácticas irritadas. […]. La palabra pública reflexionante ha sido reemplazada por mandobles calculados, ensayos chulos de lenguaje, monosílabos que si son groseros calan más. El concepto de lo político, con su sujeto dramático, ha sido reemplazado por la “operación política”, la noticia “plantada”, la obstrucción tramada en trastiendas políticas. El despliegue de ideas sostenidas por razonamientos complejos ha sido reemplazada por chicanas y gracias televisivas, mezquinas acciones toleradas llamadas “palos en la rueda” o “pases de factura”; las construcciones en común han sido reemplazadas por exorcismos y cuarentenas: “no quedar pegado”, “le soltó la mano”. Entendámonos: los requiebros en el habla colectiva y las metáforas del acervo picaresco no son enemigos de la democracia, son el grano de sal que condimenta el viejo pacto entre los lenguajes cultivados y el manantial justiciero de las ironías populares. Pero ahora la política nacional parece estar en estado permanente de chicotazo verbal, con especialistas en “meter la tapa” en programas de tevé, investigadores de la vida privada, moralistas que prometen adecentamiento y parecen emisarios espectrales de Savonarola, manoseadores de biografías con técnicas de basural, gritones mutuamente profesionales de frases como “yo lo dejé hablar, ahora hablo yo”, que son el síntoma disgregador de un espacio dialogal del que deben surgir sujetos políticos y no energúmenos trastrocados. […] Todo está sujeto a escarnio en el país. Así no es posible restituir la pertinencia de la palabra pública en la nación, dicha como soporte invisible de su armazón moral. Acciones de progreso colectivo y social evidentes corren peligro ante un nuevo reaccionarismo que supo expropiar los estilos reivindicativos y militantes, anexándolos como “ala de los luchadores” en la procesión neoconservadora. No hay fórmulas probadas para desarmar este enorme equívoco detrás del que corre una parte sensible de la sociedad. (Horacio González)
03 marzo 2010
No vivimos hoy momentos de entusiasmo cívico, colectivo o político. Si el entusiasmo es la forma laica de un deseo trascendente, no estamos en una época propicia a estos afanes. Por el contrario, nos hallamos inmersos en sociedades que creen ser hedónicas y son apenas espasmos de avaricias reivindicantes. La incredulidad generalizada es un subproducto de la democracia mediática, del predominio de pequeñas maniobras, de la irritación táctica y de tácticas irritadas. […]. La palabra pública reflexionante ha sido reemplazada por mandobles calculados, ensayos chulos de lenguaje, monosílabos que si son groseros calan más. El concepto de lo político, con su sujeto dramático, ha sido reemplazado por la “operación política”, la noticia “plantada”, la obstrucción tramada en trastiendas políticas. El despliegue de ideas sostenidas por razonamientos complejos ha sido reemplazada por chicanas y gracias televisivas, mezquinas acciones toleradas llamadas “palos en la rueda” o “pases de factura”; las construcciones en común han sido reemplazadas por exorcismos y cuarentenas: “no quedar pegado”, “le soltó la mano”. Entendámonos: los requiebros en el habla colectiva y las metáforas del acervo picaresco no son enemigos de la democracia, son el grano de sal que condimenta el viejo pacto entre los lenguajes cultivados y el manantial justiciero de las ironías populares. Pero ahora la política nacional parece estar en estado permanente de chicotazo verbal, con especialistas en “meter la tapa” en programas de tevé, investigadores de la vida privada, moralistas que prometen adecentamiento y parecen emisarios espectrales de Savonarola, manoseadores de biografías con técnicas de basural, gritones mutuamente profesionales de frases como “yo lo dejé hablar, ahora hablo yo”, que son el síntoma disgregador de un espacio dialogal del que deben surgir sujetos políticos y no energúmenos trastrocados. […] Todo está sujeto a escarnio en el país. Así no es posible restituir la pertinencia de la palabra pública en la nación, dicha como soporte invisible de su armazón moral. Acciones de progreso colectivo y social evidentes corren peligro ante un nuevo reaccionarismo que supo expropiar los estilos reivindicativos y militantes, anexándolos como “ala de los luchadores” en la procesión neoconservadora. No hay fórmulas probadas para desarmar este enorme equívoco detrás del que corre una parte sensible de la sociedad. (Horacio González)