09 julio 2006
Ganas de romper el monitor de un sillazo, ira que se agolpa en el cerebro, al ver que otra vez, como un virus, en un mail viene esa inscripción irreparable, “jaja”, o “ja ja ja”, siniestra como el retorno de un mal sueño. Innecesario y bobo como la palabra “risas” puesta entre paréntesis en las entrevistas, el “jaja” irrita más porque ya no se trata de darle las cosas servidas al anónimo comprador de una revista o un diario (el periodismo, porque ese es su negocio, tiende a suponer que está dirigido a minusválidos intelectuales), sino de la imbecilidad irrumpiendo en el espacio de los intercambios personales, anegándolo y contaminando todo con su melaza insípida. “Derrota”, “derrota”, anuncia un click en la cabeza. A la manera del degradante “it's a joke” de las comedias yanquis, alguien que se escribe con uno considera necesario advertirle, después de haber expresado algo que aspira a ser gracioso o intencionado, "no te confundas, no te lo estoy diciendo en serio", indicando así que no lo considera a uno capaz de advertir que era una broma, o dando cuenta de la atmósfera autista en que tienen lugar las lecturas, esa babélica guerra tácita de todos contra todos. O, viéndolo de otro modo, ¿se da cuenta ese que me escribe “jaja” hasta que punto, al poner “jaja”, desestima su propia capacidad de cargar de sentido a una frase o de permitir que sea la disposición del discurso la que sugiera, hasta donde se pueda, las connotaciones? ¿Se da cuenta del respeto a sí mismo y a su interlocutor que implicaría aceptar que tal vez las connotaciones no se alcancen a percibir, que algo no se pueda transmitir, y que eso no obsta para que se dé el intercambio? Suponiendo que no, que no se da cuenta (ya que, en caso de darse cuenta, la relación conmigo que estaría planteándose sería una relación de mierda, una relación en que al menos uno de los dos es un ser despreciable, o los dos), lo que sintomatiza entonces es un modo de entender la condición humana que, si llegara a imponerse todavía más, lasciate ogni speranza, que se lo coman todo y acabemos. Una condición radicalmente autolimitada, apegada a la literalidad más chata, inepta para entender nada que no esté sobreexplicitado y subrayado, si es posible a los gritos y con cartelitos de aclaración, como si la vida en el mundo no fuera ya más que un omnipresente show de Tinelli. No es que sea una joya la vida en este mundo, pero el absurdo o el grotesco que la rige es de otro orden, digno de una atención más aterrada y/o desconcertada, y por eso respetuosa.