22 marzo 2009


Es inútil tratar de convencer a alguien que piensa lo contrario de que el mar es más hermoso que la montaña, o de que la naranja es una fruta más refrescante que la pera. Si se trata de arte, de literatura, el juicio sobre el valor no únicamente permite sino que exige del crítico cierta fundamentación, pero cuando es el creador mismo el que lo formula, el auditorio tolera la arbitrariedad, fiel al estereotipo (presente ya en ciertos diálogos platónicos) que concibe al artista como una criatura irresponsable inapta para el pensamiento lógico pero capaz de producir sin reflexión objetos admirables. Sus opiniones, por lo tanto, se consideran secundarias: pertenecen al folklore de su personalidad, y se justifican muchas veces no por su pertinencia, sino por su mera extravagancia. No sería imposible encontrar otras causas a la connivencia general de que gozan, particularmente en el mundo anglosajón, las absurdas opiniones de Nabokov, pero para no evocar problemas que merecerían ser tratados en detalle en alguna otra ocasión, conviene aceptar como determinante la ya enunciada: de un individuo original deben festejarse a toda costa las opiniones, por disparatadas que sean. (Saer)