Una función de la crítica –y no me refiero a los grandes críticos ni a los
clásicos de la crítica, sino preferentemente al que escribe una reseña, antes
de manera anónima y ahora con más frecuencia con la publicidad de la firma,
aunque rara vez con la satisfacción de que se le pague mejor–, una función de
la crítica, repito, es actuar como una especie de engranaje que regula el
coeficiente de cambio del gusto literario. Cuando el engranaje se atasca y los
críticos que escriben las reseñas se quedan paralizados en el gusto de la
generación precedente, hay que desmontar inexorablemente la máquina y volverla
a montar; cuando el engranaje patina y el crítico acepta la novedad como
criterio suficiente de la excelencia, es necesario parar la máquina y
reajustarla. El efecto de una y otra deficiencia en la máquina es que se
provoca una división entre los que no ven nada bueno en lo nuevo y los que no
ven nada bueno en todo lo que no sea nuevo: de esa forma, se acelera la
vetustez de lo antiguo y la excentricidad e incluso charlatanería de lo nuevo.
Ese fallo de la crítica tiene también como efecto situar al escritor serio ante
una disyuntiva: o escribir para un público demasiado numeroso o escribir para
un público demasiado reducido. Y lo curioso es que el resultado de una y otra opción
es recompensar lo efímero. (
T.S. Eliot)