19 octubre 2008


Tal vez lo que mejor puede hacer por uno el arte (y la literatura, la poesía) es crear situaciones en las que uno consigue ser menos boludo, puede uno dejar de agarrarse de algunas boludeces y liberarse un poco de la pavada, la pequeñez, la superstición que habitualmente acepta como “lo importante” y todo eso a lo que nos ata el apego bobo, ambicioso y medroso al Yo y a lo que el Yo hace de sí para cumplir con lo que le reclama, para darle autorización o tarjeta de pertenencia, “el mundo”. O para al menos tener alguna experiencia, momentánea, de desboludización (y no hay desboludización que no sea momentánea). El problema viene cuando uno se embelesa con lo que le ocurrió al desboludizarse y/o se aferra, como quien teme perderlo o como quien capitaliza un tesoro, y peor aun si quiere sacarle provecho y reforzar con eso el Yo, y, más todavía, lo que en el Yo es fachada que presentar al “mundo” para ser aceptado o tener algún tipo de dominio sobre él. El arte, entonces, la literatura, la poesía, vueltos sobre sí como se da vuelta sobre sí el guante, boludizan también, se vuelven su contrario: usina de producción o caldo de cultivo de pavos reales, globos inflados que en una estratósfera llena sólo de sí se bambolean admirando su estar por encima de los que entre la granulosa y sucia tierra tropiezan o se abren paso trabajando, entre contradicciones, deslices, disgustos, esfuerzos, necesidad de tomar decisión, equivocaciones, caídas y recaídas en el ridículo, humillación, obligación de contenerse, maltrato. Si fuera en ese sentido que lo decía, sería tal vez posible entonces aceptar aquello de Ponce: “cuando la cultura es vivida como un privilegio, la cultura envilece tanto como el oro”. Y recordar lo que Anselm Grün dice del hombre religioso que "actúa piadosamente para no tener que experimentar a Dios”: “en última instancia, no es piadoso sino que solamente busca en sí su seguridad y su autojustificación, su riqueza espiritual.”