14 noviembre 2012
Notó que no se había tratado de que él hubiese pensado nada sino más bien de que había sido pensado por los pensares, por los frágiles y prepotentes pensares de su época./ A la luz del recuerdo que este colapso le fue lentamente iluminando, terminó por imaginar que la única forma legítima de conocimiento es aquella similar a la de los ciegos: por el tacto. Esto, encontró, era lo que había en las grandes tradiciones milenarias –incidentalmente cristalizadas en religiones o no–, que debían su perduración, fabulosa si se la compara con la de los pensares modernos, a la circunstancia de atenerse fielmente a la realidad espiritual que recuerda. Al internarse en tales tradiciones, que lo acercaban a la orilla primordial del recuerdo y le instilaban un mejor temple para afrontar la orilla sin respuestas, advirtió que se iba poniendo anacrónico. Al principio, acosado aún por los prejuicios de su tiempo, sintió inquietud. Luego comprendió. Su tiempo era un tiempo que quizá como ninguno se había entregado al materialismo de la servidumbre al tiempo. Se esforzó entonces por tornarse cada vez más anacrónico, contra el tiempo, para que le fuera dada alguna vez la dicha de desentenderse por completo del tiempo. (H. A. Murena)