13 abril 2008


Si Arendt tomó la idea de “banalidad del mal” del relato de un funcionario de la maquinaria de exterminio nazi, hombre corriente que no hacía más que cumplir con su tarea, lo que le parecía normal, y lo decía sinceramente, ¿no hay banalidad del mal en el directorio de la empresa que dispone despidos masivos para mejorar costos y así ganarle a la competencia? ¿No hay banalidad del mal en el jefe de redacción que difunde versiones capciosas o titula la información y la dispone de modos que pueden afectar a muchos, porque “es la línea del diario”, o porque así el diario vende más? ¿Y en el programador de noticiero que presenta las notas sobre "inseguridad" de modo de que todos nos creamos a punto de ser asesinados si no viene una mano dura? ¿Y en el economista que reclama menor gasto social para que vengan inversores? ¿Y en el distribuidor o acopiador que aumenta precios aprovechando la escasez, aunque ya esté ganando bien? ¿Y en el vecino de clase media que se moviliza para que tiren abajo el precario asentamiento de cartoneros de la otra cuadra porque cree que así va a vivir mejor (y puede que sea cierto)? ¿Y en el propietario de un puñado de hectáreas que sale a defender en bloque, sin diferenciarse, un reclamo que, si se impusiera, tendría como principal efecto una suba brusca en las tasas de pobreza e indigencia? El mantra que sostiene, a lo largo de los tiempos, la banalidad del mal, es “así son las cosas”, y casi nunca, cuando alguien escucha obediente su murmullo, hay mala intención o un espíritu embargado por el odio, sino simple realismo.