02 abril 2008


Triste cuando a esa gente que uno admiraba por mucho o por algo, y que querría seguir admirando (o sigue admirando por lo que fue o hizo, o por alguna cosa que por ahí todavía hace), uno la ve empeñada en volverse su propia caricatura. Triste es cuando uno a alguna de esas personas le está agradecido, porque aprendió mucho de ella o por algún otro motivo, personal o no, y no quiere olvidarlo, pero tampoco puede dejar de mirar el presente así como viene, siniestro o ridículo. “Obedecen a leyes objetivas”, se dice uno y, por un momento, todo parece explicarse, pero después descubre uno que, si así fuera, algo más grande y más importante se derrumbó ante sus ojos. Y no es consuelo pensar que, porque pudo advertirlo a tiempo o por casualidad o inepcia, uno esquivó la rodada: ya va a caer en otras, ya cayó en otras, por un lado, y, por el otro, la autoestima es una golosina envenenada y breve cuando lo que queda enfrente es, vasta, a modo de pared de fondo, la ratificación de una condena básica, “leyes objetivas”, una fatalidad sin coartada. “Mejor que ya no haya coartada, ¿no?” Eso que pega y hace sacudirse el vidrio, como si fuera el ruido del tránsito, es, terca, material, arrojada a su propio movimiento, la realidad.