24 septiembre 2006


Godard: Nuestra música. Floja, burguesa, superficial, aunque impresionante, su manera de entender la guerra, como si la guerra fuera eso, “la guerra”, una cuestión general y abstracta, como si fuera una causa y no un efecto o un síntoma o un medio, como si las guerras nacieran de la nada. El pensamiento de Godard pierde filo, se olvida de su vieja pretensión de remover hasta el hueso. Pero es Godard, carajo, es Godard así y todo, y después de ver un Godard la cabeza no vuelve a ser la de antes: el gran friso escéptico del desolador final de todo, y frente a él, y en él, la reafirmación de la voluntad de persistir. Básica voluntad de persistir, casi animal, pero de persistir, incluso en el uso de las palabras y el ejercicio de la interrogación, además del elemental acto irrefutable de irrumpir con el cuerpo en la escena, ese cuerpo que con simplemente avanzar por la calle dice y repite “estoy acá y estoy vivo”. No nos van a deshacer, aunque todo se deshaga, como está deshaciéndose, vamos a seguir respirando y moviéndonos, ocupando un lugar en el espacio. Y sobre todo, y lo más importante: un Godard que mira el vacío y la destrucción, nos lo pone ante los ojos, porque supone que así y todo hay cosas que tienen que importarnos, que el cine y las artes no están ni deben estar nada más que para laurearnos con un lugar bien enmarcado en el campo de “los que saben y/o entienden” o para masajearnos la autoestima con muestras de aprobación a nuestra capacidad de mantenernos por encima de la percepción y los gustos generales. Cine como estilete y como movida de piso, sí, trabajo para el espíritu. Y una estética a la que me empieza a parecer que debo más de lo que creía: la belleza de lo que existe sin permiso, de lo que habla de por sí, pero que también habla de otro modo y "dice" otras cosas al ser recortado e incluido en una serie, de una determinada manera, la lengua naciente de lo que al ser captado, recolocado y expuesto, empieza a jugar otro juego. Godard como gran recolector de trozos de sentido que dispone en un patchwork para que nos ejercitemos en el arte supremo de mirar y sentir, a la vez que el pensamiento se pregunta todo el tiempo qué hacer con eso que, sin saber qué es, se nos mueve en el alma. Y sin que realmente importe qué es: algo se estuvo moviendo, la continuidad se rompió, algo quitó las piezas del lugar que ocupaban en el tablero y un poco es como si el juego empezara de nuevo, y ya no fuera exactamente el mismo juego, y en cierto modo no lo es. ¿El paraíso? Un rincón semisalvaje, junto a las aguas agitadas de un lago, donde una mujer y un hombre comparten una fruta (¿una manzana?), custodiados o vigilados por marines yankis.