19 septiembre 2006


No es cierto que la literatura, eso que uno quiere llamar “literatura” (y que bien puede llamarse, a lo Barthes, “escritura”, o, más sencillamente, “poesía”), esté escrita para no ser leída, para perderse, para el equívoco. Mejor dicho, lo está, pero ese es un aspecto de la cuestión, no mucho más que un costado, tal vez el más inmediatamente verificable. Si por el hecho de ser literario un texto está destinado al equívoco, a la ilegibilidad, a la volatilidad, al efecto no querido, nada de eso podría ocurrir si no estuviera escrito ante todo para “alguien”. Un alguien que está más allá de los lectores particulares a los que ese texto va a llegar y de las lecturas particulares que va a recibir, más o menos convergentes o divergentes o caprichosas (quién puede saberlo). Alguien hay para quien se escribe y que sabe más que esos lectores y esas lecturas, y que el autor, y que la teoría literaria y la crítica. Llámenlo “Dios”, “la posteridad” o “el saber de la especie”, no importa el nombre que le den.