15 febrero 2007


Una especie de oración se me ocurrió durante la dictadura, que me ayudó a no volverme loco: “la historia no pide permiso, a la historia no le importa lo que pensamos, lo que sentimos ni lo que queremos”. Los años que siguieron lo confirmaron: hay fuerzas en esa dimensión que llamamos “la historia” que siempre van a descolocarnos y a poner a prueba las imágenes que tenemos del mundo y de nosotros mismos. Por eso justamente, porque la historia responde a sus propias leyes y hace lo suyo sin que le importemos un carajo, entregarse a las fuerzas ciegas de la historia es tonto, o algo peor. Tener en cuenta qué manda el momento, sí, claro, pero no como quien pide instrucciones sino para decidir si uno lo va a aceptar, y en qué lo va a aceptar. Y por qué, y qué podría en ese caso hacer. O al menos intentar hacer, a ver qué pasa. Termínenla con la coartada de la historia para justificar cualquier renuncia a aspirar a algo más, cualquier miedo a quedar fuera de onda. Con el apriete "eso ya no corre", "ahora estamos en otra etapa". Y con su otra variante, el pretexto de “la realidad”. La realidad está para manosearla, forzarla, tantearle los límites, provocarla; la propia realidad pide que le perdamos el respeto para seguir siendo realidad: lo que no es sometido a desafíos no existe.