10 mayo 2007


Algo interno, delicado, nada fácil de definir, se ha quebrado”, escribe Horacio González sobre la Feria del Libro, sin cuidarse de que le cuelguen el cartel de "apocalíptico". Lo que propongo es leer ciertos tramos de su artículo como si, en vez de referirse a la feria, estuviera hablando de un estado de cosas del que la feria es una expresión, exacerbada pero no excepcional: “Quizás [se ha quebrado] un espíritu de medida entre los diferentes usos de la palabra y la letra, entre los distintos planos de interés, entre la festejable y caótica coincidencia, entre los gustos primerizos y los programas de lectura más sutiles, entre la lectura de iniciación y la búsqueda especializada. Algo se ha ausentado, distorsionado. (…) Ese mundo hecho libro, la implícita utopía de Mallarmé (que pese a su esoterismo también le hablaba a la industria cultural), ahora deja escuchar un molesto rasguido interno, un injusto desbalance. Hay una ruptura de las proporciones entre los platillos de la balanza que pesaban al lector clásico y al consumidor del difusionismo televisivo. Esa aguja que vibraba hacia un lado y hacia otro permitía imaginar mezclas y reagrupamientos de públicos. Se dirá que aun así el balance siempre será favorable para los autores, para las editoras, para la industria cultural del libro, pero me permito tener dudas. La Feria se va tornando un campo de experimentación de tendencias publicitarias y de operaciones testeadoras de productos. Si fuera así, en un tiempo que sospecho inmediato, incluso lo que por comodidad narrativa llamamos la “gente”, tampoco saldrá ganando. Todos retrocederemos, lectores, editores, expositores, la propia cultura colectiva del país. Si no tratamos los pormenores, rectificaciones y ajustes de esta silenciosa fractura interna, terminaremos aceptando que un trivializado Espectáculo de consumo sea superior a las antiguas y venerables Ferias.