08 julio 2008


Ciertas obras, cierta poesía, que voy a llamar “de vanguardia” nada más que porque prescinden de la protección de la tropa y se lanzan solas al descampado, sin que ningún código alcance para saber a qué van: Beckett, Vallejo, Pavlovsky, Coltrane, Elliott, el último Gelman, Lamborghini el viejo, Tarkovski, cierto Favio, Reygadas, Bustriazo, Oliva, Pessoa, Michaux, Angelopoulos, quizá Buñuel, algo de Godard, Van Gogh, Berni, Celan, Bacon. Modos de la irrupción de algo que no encuadra, que rompe el cuadro y despoja de significaciones acostumbradas a lo visible, que interroga por pura fuerza del acontecimiento inexplicable, material (pero de una materia con sentido, cierto que inabarcable, informulable, pero potente, quizá por eso mismo). Descascaramiento de la fachada burguesa que uno acepta como “el mundo” para subsistir con un mínimo de comodidad y sin ser demasiado asaltado por la angustia. “Burgués” dicho en el sentido en que lo usa Pasolini cuando habla de una “irrealidad burguesa”: no es sólo ocultamiento del conflicto de clases, es también, y sobre todo (e incluyendo el conflicto de clases, y al servicio de ciertos intereses de clase), el ocultamiento del espesor, la contradictoriedad y la intensidad despareja, corruptible y sucia de la vida, incluyendo en la vida a la muerte, claro. Un vivir en la veladura, de la veladura, para la veladura. “Sólo brumas” se llama la obra de Pavlovsky: la niebla espiritual o verbal o mental que se interpone, acolchona, hace de la vida una vida parcial, una representación tolerable de la vida, mentirosa, administrada. Burgués, desde esa perspectiva, es lo que no se anima a raspar la superficie, la resistencia a raspar. No ver, no hablar, no oir: hacer como que se ve, que se oye, que se habla, porque de lo contrario no podríamos entendernos. De no entendernos se trata, de renunciar a entendernos para acceder a “otra cosa”, que compartimos pero que no nos podemos comunicar. El acontecimiento artístico o poético, cuando se asume así, es ya mucho más que estético, sin dejar de serlo ante todo: es de algún modo religioso y místico, es –como se decía en los viejos tiempos– “existencial”, y es, por supuesto, y tomando con mucho cuidado esa palabra, político. La entrevisible posibilidad de otra política. Desalienada, no por una imposibible disolución de la alienación sino por una capacidad muy consciente y concreta de hacerse cargo de ella. No realizable, seguramente, como política práctica, pero presente como oscuro magnetismo de fondo, referencia, alerta ante cualquier tentación de engañarse en el embobamiento de lo que parece inmediato.