27 julio 2008


“Si me apuran, digo que Walsh es mejor que Borges”: Viñas, por supuesto. Si a mí, en cambio, me apuran, diría lo contrario, pero solamente si me apuran, sinó me cuidaría mucho, y no por precaución ni afiliación a la ideología de la tolerancia y la ecuanimidad: me cuidaría para dejar que funcionen las mediaciones y las relativizaciones necesarias, para no taparlas con ningún efecto inmediato. “En qué es mejor”, preguntaría primero, por ejemplo, o “para qué”, “en función de qué necesidades o preferencias”, “con qué escenario de fondo” (si por escenario se entiende una trama de intereses y conflictos). Dicho lo cual, si lo pienso, en ciertas condiciones también yo diría que es mejor Walsh, depende quién me apure, o, mejor, en respuesta a qué. O dónde y cuándo, y a propósito de qué. Lo que cuenta, en todo caso, es que no dijo Viñas que Walsh es mejor que Borges desde cualquier punto de vista, dijo que lo diría si lo apuran. ¿Estaba pidiendo que lo apuraran o que no lo hicieran? Más lo primero que lo segundo, seguramente, pero lo segundo también, o al menos lo puedo leer como si así fuera: una cosa es proferir afirmaciones bajo apuro y otra hacerlo sin que pese esa sombra. Y especialmente si entendemos que “apurar” no es sólo “apresurar” o “urgir” sino también “apremiar”, “hacer perder la paciencia”, más aun con la entonación de raigambre criolla que tan bién supieron explotar Viñas, Borges, Jauretche y Perón.
Interesante noción la de hablar en situación de apuro, y productiva. Al menos para considerar mucho de lo que se dice y circula en el campo literario (y otros). ¿No habrá sido apurado que Borges dio como ejemplo de literatura esencialmente argentina un poema en que Banchs habla de ruiseñores u otorgó el título de mayor poeta de este país a Ezequiel Martínez Estrada? Si lo primero se ve, porque prácticamente está explícito, como una operación contra localismos, criollismos y nacionalismos (y, en el fondo, un reclamo: “déjenme de joder, dejen que escriba lo que escribo”), en lo segundo bien puede entreverse una jugarreta casi sucia para desmerecer la obra ensayística de M.E., y, de paso, arrojar un manto de desdén sobre la más notoria poesía que se estaba escribiendo por esos años, en una muy borgiana jugada, no más británica que compadrita, y que ahí sigue en estos días opacos practicándose, como una norma sagrada, disponiendo qué es o qué no es atendible, ante una tropa de necesitados de saber contra quién se la agarra ahora Fogwill para saber qué les conviene pensar.
No es que una cosa sea mejor que la otra (hablar apurado o no): son distintas, y es lo bueno que tienen. Son dos zonas de uno las que hablan en cada caso, distintos modos que tiene uno de relacionarse con las cosas y las letras, por ende de valorarlas. ¿Habría entonces que aplicarle a lo que uno dice un cartelito, “esto lo estoy diciendo apurado”, “esto sin apuro”? Todo dicho o todo escrito viene en mayor o menor grado cargado con las circunstancias en que fue expresado, y no es secundario (tampoco indispensable, aunque a veces sí muy conveniente) tener en cuenta esa carga. Hacerse cargo de esa carga. ¿No es posible leer textos por lo que en sí tienen para mostrar, desatendiendo las circunstancias? Sí, poesía, lógica, matemática (y no siempre). No, en cambio, o casi nunca no, lo que se escribe o reflexiona sobre literatura, o sobre política: dos campos de reflexión que, vaya a saber por qué cosas que me estarán pasando, me resultan cada vez más parecidos, o análogos. ¿Quién habla cuando habla? ¿Desde dónde habla? ¿Qué oculta en ese hablar, qué está dando por supuesto? Tan importante al menos como tener muy en cuenta, en todos sus detalles y recovecos, qué es lo que por sí mismo se despliega y “habla en nombre de nadie” en esa articulación de frases que constituyen una escritura, no importa si materializada en papel o en bytes, o simplemente circulando, de una boca a un oido o a varios, por el aire.