24 julio 2008


Kleist es un idealista y, como todo idealista, exigente e implacable” (leído en un prólogo a La marquesa de O…). En ese sentido del término –no el filosófico, sino el corriente: alguien que se aferra a grandes ideales ("verdad", "fraternidad", "autenticidad", "libertad", "justicia", "plenitud", "amor al próximo") sin atender a las vulgares circunstancias ni valorar la sabiduría de habitar lo incierto e imperfecto–, ser “idealista” no es solamente erróneo, sino peligroso, y no únicamente para uno mismo. Te aisla del mundo real y te niega por lo tanto la posibilidad de moverte en ese mundo, te limita las posibilidades de pensar y percibir al decartar cualquier relativización, te embarga con cierto tipo de estupefaciente espiritual del que es muy difícil soportar después la abstinencia. A partir de ahi, puede fácilmente volverse una necedad que lleve al despotismo, la injusticia y/o el crimen: generalizado en los años 80 a través de dos flancos convergentes –por un lado, como semilla de estrechez totalitaria y desvarío, por el otro porque ser visto como idealista o algo así empezó a connotar otro adjetivo: pelotudo–, el rechazo a asumir ese modo de situarse ante el mundo sigue vigente, para bien y para mal. El problema es cuando lo que era un necesario reparo, un recaudo contra los cantos de sirena del narcisismo, se vuelve una forma de censura o represión, una indiferencia programada, un cinismo autoprotector. Ahogar cualquier posibilidad de que se haga escuchar el pequeño idealista que a uno se le activa cuando ciertas situaciones y ciertas experiencias le tocan el alma es tan bobo o empobrecedor como dejarle que tome el mando y nos programe todo lo que uno tiene que pensar y sentir.