En “Edad de Oro para intelectuales” (Página 12 de ayer), escribe Noé Jitrik que percibe entre los intelectuales argentinos una nostalgia de una Edad de Oro “en que el pensamiento y la acción estaban casados ante Dios y la ley”. Inventamos una Edad de Oro para llorar su pérdida, dice, y si bien considera indiscutible que “el intelectual tiene responsabilades frente al malestar social”, también piensa que ese apego quizá adictivo al llanto o la rabieta se respalda en un malentendido, una oposición falsa, que Jitrik desarma haciendo notar que el pensamiento y la contemplación constituyen “un modo de la acción” y recordando que la idea de acción es equivalente a la de poiesis, y ambas suponen un “hacer”. Está bien, estoy de acuerdo, pero no basta: hay un aspecto importante, quizá central, de la instatisfacción que Jitrik llama no sin razón "nostalgia" que en su conclusión sigue quedando soslayado. Voy a intentar plantearlo: aunque destinada a la no resolución, la nostalgia de un encuentro más o menos armonioso entre el pensamiento y la acción, de una transmutación del pensamiento en acción, es constitutiva del trabajo intelectual. Y no a pesar de que esa nostalgia nunca se resuelve, sino porque nunca se resuelve. Como el deseo, diría, sin estar nada seguro de no estar metiendo mal las patas en los dominios de Lacan y Freud. No hay verdadero trabajo intelectual sin el apremio, aun tenue o inadvertido, de la evidencia de una falta, en los dos sentidos del término “falta”: se quiere cambiar el estado de cosas, se necesita incidir, dejar una marca, y aunque no se pueda, y aunque muchas veces se lo sepa, ningún intelectual se pondría a pensar o crear si no fantasara con que algo en la especie humana o en una comunidad va a dejar de ser como era, algo va a precipitarse, a partir de esa intervención, así sea secreta o solitaria. ¿Ningún intelectual? Bueno, habría que ver a qué es lo que uno está intentando aludir cuando acepta en su vocabulario esa percudida fórmula, “el intelectual”.
03 noviembre 2006
En “Edad de Oro para intelectuales” (Página 12 de ayer), escribe Noé Jitrik que percibe entre los intelectuales argentinos una nostalgia de una Edad de Oro “en que el pensamiento y la acción estaban casados ante Dios y la ley”. Inventamos una Edad de Oro para llorar su pérdida, dice, y si bien considera indiscutible que “el intelectual tiene responsabilades frente al malestar social”, también piensa que ese apego quizá adictivo al llanto o la rabieta se respalda en un malentendido, una oposición falsa, que Jitrik desarma haciendo notar que el pensamiento y la contemplación constituyen “un modo de la acción” y recordando que la idea de acción es equivalente a la de poiesis, y ambas suponen un “hacer”. Está bien, estoy de acuerdo, pero no basta: hay un aspecto importante, quizá central, de la instatisfacción que Jitrik llama no sin razón "nostalgia" que en su conclusión sigue quedando soslayado. Voy a intentar plantearlo: aunque destinada a la no resolución, la nostalgia de un encuentro más o menos armonioso entre el pensamiento y la acción, de una transmutación del pensamiento en acción, es constitutiva del trabajo intelectual. Y no a pesar de que esa nostalgia nunca se resuelve, sino porque nunca se resuelve. Como el deseo, diría, sin estar nada seguro de no estar metiendo mal las patas en los dominios de Lacan y Freud. No hay verdadero trabajo intelectual sin el apremio, aun tenue o inadvertido, de la evidencia de una falta, en los dos sentidos del término “falta”: se quiere cambiar el estado de cosas, se necesita incidir, dejar una marca, y aunque no se pueda, y aunque muchas veces se lo sepa, ningún intelectual se pondría a pensar o crear si no fantasara con que algo en la especie humana o en una comunidad va a dejar de ser como era, algo va a precipitarse, a partir de esa intervención, así sea secreta o solitaria. ¿Ningún intelectual? Bueno, habría que ver a qué es lo que uno está intentando aludir cuando acepta en su vocabulario esa percudida fórmula, “el intelectual”.