26 noviembre 2006


En el segundo libro de La democracia en América (1840), Tocqueville fue uno de los primeros en diagnosticar estos síntomas. Su tesis es que los Estados Unidos representan tan sólo la anticipación de una forma de vida destinada a propagarse por todo el planeta, el espejo en el que Europa puede contemplar ya su futuro. El nuevo régimen de las pasiones y de los deseos Tocqueville lo vincula a una permanente insatisfacción, que trata de aplacarse mediante la compra obsesiva de bienes materiales. Este no hace con ello sino seguir ese afán adquisitivo que –desde Platón en adelante– fue condenado a menudo como típico de la parte más baja del alma y de las capas más despreciables de la sociedad. (...)
En la joven democracia norteamericana la persecución imparable de la igualdad se suma (...) a la emulación y al rechazo de las distinciones de grado, a la carrera por el éxito y a la hipertrofia de la fiebre de consumo, pasión que corre el riesgo de ahogar cualquier otra. Sólo que, lejos de conducir a la felicidad, esa ansia exclusiva aparece en Tocqueville teñida de una sutil melancolía: en su honesto materialismo, los norteamericanos pensarían más en los bienes que aún no poseen y en la brevedad del tiempo para disfrutar de ellos que en un goce real.
Con la esperanza de llegar a aplacar esta extraña inquietud y de garantizar mejor la consecución de la felicidad, confiarían por tanto en un despotismo suave que (al precio de la manipulación de los deseos y del mantenimiento de los ciudadanos en un estado de minoridad política perpetua) permitiría situarse a todos en un universo social en el que cada uno cree estar –como el sol– en el centro de un sistema tolemaico pluralista: Veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que no hacen sino girar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres, con los que llenan su alma. Cada uno de ellos, apartado de los demás, vive como extraño al destino ajeno, y sus hijos y amigos constituyen para él toda la raza humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos, aunque vive a su lado no los ve; los toca pero no los siente; no existe más que él y para él.
Políticamente atormentados entre dos pasiones contrapuestas, atrapados entre la necesidad de ser iguales y el deseo de permanecer libres, los norteamericanos no consiguen decidirse, en definitiva, ni por la dependencia ni por el autodominio. El aislamiento recíproco se resuelve en una sustancial parálisis de la voluntad y –nuevamente– en tibieza emotiva, en tanto que la incierta satisfacción de la necesidad de seguridad se logra al precio de una sustancial apatía y de la renuncia a la autonomía de pensamiento: por encima de éstas se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurarles el disfrute de sus bienes y de velar por su suerte. Absoluto, minucioso, sistemático, previsor y benigno, se asemejaría a la autoridad paterna si, como ésta, tuviese por fin preparar a los seres humanos para la edad de hombre; pero, por el contrario, no persigue sino retenerlos irrevocablemente en la infancia; se muestra contento de que los ciudadanos se diviertan, con tal de que no piensen sino en divertirse. Se esfuerza gustosamente por asegurar su felicidad, pero pretende ser su único agente y su único arbitro; les proporciona seguridad, prevé y garantiza sus necesidades, facilita sus placeres, guía sus principales negocios, dirige su industria, regula sus sucesiones, reparte sus herencias; ¿por qué no habría de ahorrarles el fastidio de pensar y el esfuerzo de vivir?»
(Remo Bodei, Una geometría de las pasiones)