30 noviembre 2006


Hay una raza oblicua de cantores urgidos/ por escuchar el coro que su nombre clame/ y ver su monumento con segura certeza./ No es la confianza la invisible matrona que los guarda/ desde su inquieta cuna; no prescinden, no esperan,/ y en vez de fe tienen argucias, comprobada creencia/ en mecánica y facticia causación de su hora;/ aquella que por gravitación natural del madurado canto/ debiera procurarles fruto dulce siempre,/ mas jamás tardío, porque anticipadamente goza y sabe/ quien cabal segregó su honrada perla,/ o talló su diamante en la hora del prolijo desvelo,/ y en su Horacio aprendió severa temperancia y orgullosa espera,/ que en el inevitable día un trozo de su canto/ surgirá oportuno cualquiera fuese la hora, el mes, el siglo,/ como tableta babilónica/ de cuneiformes huellas prietas como si pájaros fabuladores/ en barro caminado hubieran su Gilgamesh invicto/ también para la muerte,/ puesto que aquí resuena su enmudecido nombre/ en cuanto un hombre de pasión y paciencia/ cava olvido, para reconocerse en sus ancestros. (César Mermet, de “Reverencia a Orfeo”)