05 diciembre 2006


No porque las moscas disfruten con la mierda o las cucarachas con la basura, la mierda y la basura me tienen que gustar a mí. Cada uno con sus gustos, con sus intereses y sus necesidades. No porque me guste leer a escritores que se toman treinta páginas para describir cómo fuma un hombre, esa literatura tiene que gustar a las moscas, a las cucarachas o a quien sea. Los que hacen negocio abasteciendo a quienes pagan para sentirse políticamente incorrectos por un rato tienen derecho a defender su falta de interés en los despliegues que la lengua y el pensamiento pueden llevar a cabo, a lo largo de páginas y páginas, en torno de un acto que suponemos conocido, como para ponernos ante la posibilidad de que lo que sabemos que es tal vez no sea, o pueda serlo de otro modo, ahí mismo, ante nuestros ojos. Tienen seguramente buenos motivos para decir que esas experiencias de extrañeza y detenimiento les aburren: sus mecanismos de lectura se activan con otros estímulos, como seguramente los de la clientela a la que proveen de algún tipo de bienestar, que algunas veces supo también resultarme deseable. A mí, en cambio, me aburren las películas con persecuciones de coches, esas otras donde un tipo se pasa media hora colgado con tres dedos de una cornisa a 200 metros de la calle, o la ilusión de "estar más cerca de la realidad" que venden, a modo de consuelo, estupefaciente o compensación, las excursiones por la escena border.